jueves, 9 de mayo de 2024

Sobre que no son los genes los que definen la singularidad de una persona, sino las células...

La fusión de dos hermanas en una única mujer sugiere que la identidad del ser humano no está en su ADN

El biólogo Alfonso Martínez Arias defiende en un provocador libro que los genes no definen la singularidad de una persona, con ejemplos como el de Karen Keegan, que tiene dos genomas


Imagen de un feto de ocho semanas tomada con las técnicas del neurobiólogo Alain Chédotal.
ALAIN CHÉDOTAL Y MORGANE BELLE / INSTITUTO DE LA VISIÓN



Dos óvulos fecundados por dos espermatozoides coincidieron en un útero y, en vez de dar lugar a dos hermanas, se fusionaron para formar una sola persona: Karen Keegan. Cuando tenía 52 años, esta mujer de Boston sufrió un gravísimo fallo renal, pero por suerte tenía tres hijos dispuestos a donarle un riñón. Los médicos hicieron pruebas genéticas para ver qué descendiente era más compatible y se llevaron una sorpresa mayúscula: el test decía que dos de ellos no eran sus hijos. La realidad era más asombrosa todavía: Karen Keegan tenía dos secuencias de ADN distintas, dos genomas, dependiendo de la célula que se mirase. El biólogo Alfonso Martínez Arias sostiene que esta mujer quimérica es una prueba contundente de que el ADN no define la identidad de una persona.


El libro de ciencia más inspirador de la historia es El gen egoísta, según una encuesta realizada por la Royal Society de Reino Unido. En esta célebre obra de 1976, el biólogo británico Richard Dawkins defendió que la molécula de ADN usa al ser humano como un mero envoltorio para transmitirse a la siguiente generación y ser inmortal. “Somos máquinas de supervivencia, vehículos autómatas programados a ciegas con el fin de preservar las egoístas moléculas conocidas con el nombre de genes”, sentenció Dawkins. Casi medio siglo después, Martínez Arias rebate esta perspectiva del gen egoísta y propone una alternativa mucho más romántica: la célula altruista. “Un organismo es obra de las células. Los genes solo proporcionan los materiales”, afirma en The Master Builder, un fascinante y provocador libro de la editorial londinense Basic Books que verá la luz en español en 2024 en Ediciones Paidós.


Martínez Arias, nacido en Madrid hace 68 años, argumenta que la secuencia de ADN de un individuo no es un manual de instrucciones ni un plano de construcción de su cuerpo, sino una caja de herramientas y materiales para la auténtica arquitecta de la vida: la célula. El biólogo arguye que no hay nada en la molécula de ADN que explique por qué el corazón se sitúa a la izquierda, por qué hay cinco dedos en la mano o por qué dos hermanos gemelos tienen diferentes huellas digitales. Las células son las que “controlan el tiempo y el espacio”, proclama. Son las que saben dónde están la derecha y la izquierda y dónde exactamente debe terminar el pie de una persona o la trompa de un elefante.


El biólogo madrileño pasó cuatro décadas en la Universidad de Cambridge (Reino Unido), investigando cómo una célula solitaria con una secuencia de ADN única —el óvulo fecundado— es capaz de multiplicarse y convertirse en un individuo con billones de células especializadas en sus tareas. “A menudo surge la pregunta de cómo es posible que genomas tan similares puedan construir animales tan diferentes como las moscas, las ranas, los caballos y los humanos. Sin embargo, la auténtica maravilla es cómo un mismo genoma puede construir estructuras tan diferentes como un ojo y un pulmón en el mismo organismo. Demos a las células el crédito que les corresponde”, señala Martínez Arias, que en 2021 abandonó su cátedra de Genética en Cambridge para incorporarse a la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona.


La primera gata clonada (derecha) perdió el color naranja de la gata de la que se copió el ADN (izquierda).
UNIVERSIDAD DE TEXAS A&M

El científico recuerda la sorpresa mundial tras el nacimiento de la primera gata clonada, llamada Copy Cat, el 22 de diciembre de 2001. Su ADN era idéntico al de una gata de tres colores —blanco, naranja y negro—, pero Copy Cat tenía el pelaje blanco y atigrado. Los dos supuestos clones no se parecían en nada. Los investigadores habían copiado la información genética de una célula que tenía el gen del naranja inactivado. La empresa estadounidense que pretendía enriquecerse con la venta de clones idénticos, Genetic Savings & Clone, tuvo que cerrar en 2006. “La gente no quería un gato con los mismos genes que su mascota, quería un gato que fuera exactamente igual y se comportara de la misma manera”, subraya Martínez Arias. “Eso, sencillamente, es imposible”.


El investigador esgrime una frase legendaria de su colega británico Lewis Wolpert (1929-2021): “El momento más importante de tu vida no es ni tu nacimiento, ni tu matrimonio, ni tu muerte, sino la gastrulación”. Martínez Arias compara esta fase del desarrollo embrionario con una danza celular con una coreografía perfecta. Unos 14 días después de que un espermatozoide y un óvulo se unan, la pelotita resultante, de unas 400 células, iniciará la gastrulación: un baile que dura seis días y termina con la diminuta esfera convertida en el primer boceto del individuo. En esa nueva estructura de 20 días ya son distinguibles los tres ejes de la futura persona: izquierda y derecha, arriba y abajo, vientre y espalda.


El biólogo Alfonso Martínez Arias, en una librería de Londres.
JAIME MARSHALL


Estos primeros días del embarazo son un enigma, por las obvias barreras físicas y éticas para observar directamente el proceso, pero el equipo de Martínez Arias en Cambridge sorteó las dificultades en 2020 con una ingeniosa alternativa. El español y sus colegas usaron un cóctel químico para inducir a células madre embrionarias —derivadas de embriones sobrantes de clínicas de fertilidad— a formar en el laboratorio una estructura tridimensional similar al resultado de la gastrulación: un boceto de una persona, pero sin la semilla del cerebro ni los tejidos que generarían la placenta. Su histórico avance se anunció en la revista Nature, templo de la mejor ciencia mundial.


Martínez Arias cree que estas estructuras que imitan parcialmente el embrión humano, denominadas gastruloides, “muestran de manera inequívoca que las células son las maestras de la construcción, y que no hay ningún plano en el genoma para dirigir lo que hacen”. El biólogo contempló maravillado, por primera vez en la historia, algo muy parecido a lo que ocurre en el útero de una madre: esa coreografía perfecta en la que las células se comunican unas con otras, mediante fuerzas y señales químicas, y acaban ocupando su lugar como si supieran exactamente cuál es su destino. “Esta capacidad para autoorganizarse podría ser una propiedad fundamental de las células”, hipotetiza el investigador, que cita las espectaculares técnicas del neurobiólogo francés Alain Chédotal para visualizar la estructura celular de los embriones.


Un embrión humano de 20 días (izquierda) y un gastruloide.
KATHLEEN KAY SULIK


El investigador de la Pompeu Fabra recuerda que su compañera Susanne van den Brink descubrió que los gastruloides solo se formaban si se partía de un número concreto de células: unas 400. Las células saben contar. Si no están las 400, no se inicia la danza de la gastrulación. Todas ellas tienen la misma molécula de ADN en su núcleo, pero cada célula lee solo unos tramos, especializándose en determinadas tareas. Por eso una célula del cerebro no se parecerá en nada a otra de la piel, pese a tener el mismo ADN y descender de un mismo óvulo fecundado. “Los gastruloides son una prueba de que una confederación de células tienen la capacidad de trabajar juntas, interpretar señales de las demás y del entorno y elegir qué genes utilizar y cuándo”, celebra el biólogo. “Los genes no son nuestra identidad”, repite una y otra vez.


Para Martínez Arias, la nueva ciencia de la célula está reescribiendo el relato de la vida. “Todavía no sabemos mucho sobre cómo se organizan las células para utilizar el genoma, pero las respuestas están ahí fuera, comenzando a manifestarse en nuestras maravillas celulares parecidas a embriones o en los organoides. El siglo que ya está en marcha es, y será, el siglo de la célula”, proclama.


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Manuel Ansede es periodista científico y antes fue médico de animales. Es cofundador de Materia, la sección de Ciencia de EL PAÍS. Licenciado en Veterinaria en la Universidad Complutense de Madrid, hizo el Máster en Periodismo y Comunicación de la Ciencia, Tecnología, Medioambiente y Salud en la Universidad Carlos III

sábado, 4 de mayo de 2024

Sobre que el género distópico empieza a resultar estomagante...

Un futuro ordinario

Hagamos lo que hagamos, nos dicen los guionistas, vamos a acabar bien fastidiados


Un modelo en 3D de un robot sostiene una flor. ...
WESTEND61 (GETTY IMAGES/WESTEND61)



El género distópico empieza a resultar estomagante. Es siempre la misma historia. La ambición humana genera una catástrofe virológica, cuántica, nuclear, climática o informática —aquí las modas cambian— y el mundo se deja caer pendiente abajo hacia un futuro tenebroso donde hay que sobrevivir a pedradas, balaceras y mal rollo en general. Las supuestas utopías al estilo de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, son más distópicas aún, porque presentan una humanidad alienada, manipulada y sometida a un concepto de progreso que difícilmente merece tal nombre. Hagamos lo que hagamos, nos dicen los guionistas, vamos a acabar bien fastidiados.


La culpa de esta fatigosa situación se puede trazar a Mary Shelley, que marcó la pauta hace dos siglos con su Frankenstein o El moderno Prometeo, donde se presentan los grandes rasgos del género: un científico cuya ambición supera a su talento crea un monstruo que se le escapa de las manos y organiza una escabechina. Cuando Shelley lo escribió, fue un alarde de talento narrativo e inteligencia futurista, pero dos siglos después ya va siendo hora de explorar otros hilos más sutiles e interesantes para nuestra época.


Por ejemplo, ¿qué tal un futuro ordinario? Ni utópico ni distópico, ni brillante ni oscuro, ni resignado ni heroico. Simplemente ordinario. No quiero decir un futuro igual que el presente, sino igual de ordinario que el presente, con sus avances y sus retrocesos, sus oportunidades y sus riesgos y, sobre todo, consciente de que la humanidad no es un monolito mentecato y manipulable, sino una especie de extraordinaria complejidad pese a su juventud evolutiva.


La catástrofe virológica, cuántica, nuclear, climática o informática puede ocurrir, qué duda cabe, pero eso ya lo sabemos al menos desde Oppenheimer, y lo que ya sabemos es una materia narrativa muy floja, ¿no? Lo que le pedimos a un guionista de este género es una imaginación compleja, creativa, fructífera, el tipo de cosa que no sabe hacer ChatGPT. Ahora mismo, la mayoría de las series futuristas las podría escribir el robot sin grave merma de contenidos, y eso son malas noticias para este sector laboral. Si no queréis que os sustituyan las neuronas artificiales, tendréis que poner las vuestras a trabajar.


Las periodistas culturales Valerie Thompson y Angela Sani proponen una selección de libros que pueden servir de inspiración a los guionistas inquietos, pese a pertenecer a la estantería de no ficción. Por ejemplo, la jurista Claire Horn plantea en Eve: the disobedient future of birth (“Eva, el futuro desobediente de la natalidad”) un futuro en que los úteros artificiales serán una alternativa al embarazo. Pero no lo plantea como una distopía catastrófica, sino como una opción para las mujeres que lo deseen. Las cuestiones sobre derechos reproductivos e igualdad de género son justo de lo que se ocupa el libro en profundidad, y podrían servir a nuestro guionista para construir su historia. De las balaceras ya se ocupa ChatGPT, de verdad.


La ingeniera de robótica (¿roboticista?) Daniela Rus acaba de publicar en inglés The heart and the chip: our bright future with robots (“El corazón y el chip: nuestro brillante futuro con los robots”), donde el subtítulo basta para intuir una época más luminosa que la que pinta el cenizo medio de nuestros días. El conocimiento disipa el miedo, pese a la insistencia machacona de Hollywood en sostener lo contrario. Y hay varios libros más, quizá le interesen a algún editor en español. Parecen prospectivas inteligentes y sofisticadas, un soplo de aire fresco en el panorama que pintan los agoreros.

El catastrofismo aburre. Es más predecible que el perro de Pávlov y tiene tanta sutileza como la mano de un hipopótamo. Hay futuros mucho más interesantes y poliédricos que los que nos están pintando, y lo mejor sería que intentáramos introducirnos por alguno de esos.