miércoles, 6 de septiembre de 2023

Sobre las utopías...

 Cómo se fabrica el futuro


Retrato de Tomás Moro realizado por Hans Holbein.








¿Podemos volver a ser optimistas con la tecnología? Este domingo publiqué un artículo en Ideas en el que hablaba del optimismo crítico o pragmático, a medio entre la utopía y el catastrofismo.

Y en este boletín quería aprovechar para hablar de las utopías, y no solo de las tecnológicas, para dar un poco de contexto al artículo. La palabra viene del libro de Tomás Moro publicado en 1516, Utopía, que significa "ningún lugar" en griego y que era el nombre de una isla imaginaria en la que vivía una sociedad perfecta, o casi.


Esta sociedad estaba planificada bajo ideas humanistas, liberales (para el siglo XVI) y cristianas, aunque sin imposición de la religión y sin excesos ascéticos. Incluso las mujeres podían ser sacerdotes... aunque solo las viudas. No se veía mal el placer, pero había que llegar virgen al matrimonio. A cambio, el divorcio estaba admitido en algunos casos. Como escribe Bertrand Russell en su Historia de la filosofía occidental, la vida en esta utopía, “como en muchas otras, sería intolerablemente aburrida. La diversidad es esencial a la felicidad y en Utopía difícilmente la hay. Este es un defecto de todos los sistemas políticos planeados, tanto los reales como los imaginarios”. Aunque, para ser justos, más que proponer una sociedad perfecta, Moro quería criticar la sociedad en la que vivía.


Moro le puso nombre a las utopías, pero no era la primera propuesta de sociedad perfecta. Por ejemplo, Platón ya ideó un estado ideal, en su caso aristocrático: en contra de la democracia, pero también de la tiranía y de la oligarquía.


En cuanto a su reverso, la distopía, fue una palabra acuñada por John Stuart Mill en una intervención parlamentaria de 1868. No era una crítica a Moro ni a Platón, sino a la política británica sobre las tierras irlandesas: “Lo que normalmente se llama utópico es algo demasiado bueno como para llevarse a la práctica, pero lo que ustedes proponen es algo demasiado malo como para llevarse a la práctica”.


De distopías hemos aprendido bastante: la historia (sobre todo) del siglo XX y la ciencia ficción muestran cómo los intentos por llevar a cabo una sociedad perfecta, con planes en apariencia meticulosos y logiquísimos, acaban desembocando en una catástrofe inhumana y tiránica.



Los ideales no son el problema


En La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper critica precisamente esta apariencia racional de las utopías, que las hace especialmente peligrosas. Para el filósofo, el problema no es que el objetivo de las utopías parezca irrealizable: hoy en día disfrutamos de muchas cosas que en su momento parecían inalcanzables. El problema viene de cómo estos planes proponen reconstruir por completo la sociedad. Esto suele traer consigo “consecuencias prácticas difíciles de calcular, dada nuestra experiencia limitada”. Es decir, lo temible de las utopías no es necesariamente el objetivo, sino el método, que implica muchos cambios a la vez con consecuencias impredecibles.


Además, hemos de tener en cuenta el hueco, a menudo insalvable, entre lo ideal y lo real. Como escribe Robert Nozick en La vida examinada, cuando fracasa una utopía (o incluso una propuesta política que en principio parece realista), sus partidarios se defienden diciendo que no se aplicó bien o que se aplicó “demasiado poco”. Para Nozick, eso es trampa porque omite que la diferencia entre lo que propone una teoría y cómo se acaba aplicando también es algo que hemos de tener en cuenta.


Por ejemplo, el ideal comunista de cooperación sin clases ni privilegios ha supuesto en la práctica totalitarismo y censura. “Esta no es toda la historia acerca de cómo opera en el mundo el ideal comunista, pero es parte de esa historia”. Y el capitalismo puede proponer un ideal de intercambio libre y voluntario, con países que cooperan gracias al comercio y con individuos que obtienen por su trabajo lo que los demás creen que merecen. Pero todo esto ha venido asociado en la práctica con la explotación de trabajadores y, en muchos casos, con el apoyo a regímenes dictatoriales. Por cierto, Nozick aprovecha incluso para apuntar una crítica a su libro más conocido, Anarquía, estado y utopía, en el que sentó las bases del liberalismo contemporáneo.




Sin prisa, pero sin pausa


Todo esto no significa que debamos renunciar a los ideales. Recordemos que Popper no tiene problemas con los objetivos, sino con los medios. El filósofo Francisco Martorell Campos escribe en Soñar de otro modo que las utopías han entregado “al progreso social cuantiosas ideas”. Apunta que a menudo se olvida “que la democracia fue en origen una utopía” y que “los avances sociales se consiguen únicamente mediante la protesta y la movilización ciudadanas, a veces tras décadas o siglos de insistencia”.


Como vemos, la utopía amenaza con el desastre, pero si renunciamos a ella corremos el peligro de quedarnos estancados. En el artículo cito un posible terreno medio entre el conformismo y la amenaza de la distopía: la protopía, término acuñado por Kevin Kelly, cofundador de la revista de tecnología Wired. Estas protopías son proyectos de cambio gradual y continuado, en la línea de lo que defendía Popper: no nos inventamos sociedades perfectas de cero, sino que introducimos cambios paulatinamente, comprobamos sus resultados y, si es necesario, damos marcha atrás. Esto de dar marcha atrás es importante: a veces se nos olvida, pero no estamos obligados a aceptar todo lo que proponga el típico señor de Silicon Valley que se cree más inteligente de lo que es en realidad.


En conclusión y respondiendo a la pregunta con la que empezaba el texto: sí, podemos ser optimistas, también con la tecnología. Pero este optimismo requiere de trabajo, de reflexión y de no hacer mucho caso a los emprendedores en busca de fondos.


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