miércoles, 29 de marzo de 2023

Conservadurismo y progresismo contemporáneos

Abrir en caso de revolución


JAIME RUBIO HANCOCK 
Filosofía inútil | EL PAÍS
MIÉRCOLES, 29 DE MARZO DE 2023

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Se acercan las elecciones, así que vamos a hablar de actualidad política. De la actualidad política del siglo XVIII y del debate entre Edmund Burke y Thomas Paine, que marcó gran parte de las ideas y polémicas del conservadurismo y progresismo contemporáneos. Burke, al subrayar la importancia de las instituciones históricas y de la tradición, y Paine, por su defensa de los derechos individuales.

Edmund Burke fue un parlamentario y filósofo británico, nacido en Dublín en 1729. Pertenecía a los old whigs, la facción conservadora del partido liberal, y se había labrado su reputación gracias a las críticas al trato que recibían irlandeses e indios bajo dominio británico, a su oposición al tráfico de esclavos y al apoyo a las colonias americanas —aunque no a la independencia—. Pero lo recordamos especialmente por la polémica que generó en 1790 su obra política más influyente, las Reflexiones sobre la Revolución en Francia, donde predijo la represión, el terror y la dictadura que estaban por llegar.

Estatua de Edmund Burke en el Trinity College de Dublín, Irlanda. / Joel Carillet (Getty Images)

Para Burke, las instituciones y tradiciones han perdurado porque son útiles. Da igual que su origen sea irracional o injusto, lo importante es su función, que puede ser tanto tangible como simbólica. Como escribe el filósofo Roger Scruton, refiriéndose a las ideas de Burke, “cuando hablamos de la tradición, no hablamos de normas y convenciones arbitrarias. Hablamos de las respuestas que hemos encontrado a preguntas eternas”. O, volviendo a Burke, el Estado es “un contrato entre los que viven, los que están por nacer y los que han muerto”.

Burke no estaba en contra del cambio: en su libro admitía que las reformas son necesarias, pero estas han de ser siempre lentas y han de reflejar la experiencia y la sabiduría de las generaciones pasadas. En su opinión, eso había ocurrido con la Revolución Gloriosa de 1688, que instauró en el Reino Unido una monarquía parlamentaria que evitaba el absolutismo y que preservaba derechos y tradiciones que reconocía la Carta Magna de 1215.

Vamos, que para Burke ya estaba todo hecho, o casi. Por ejemplo, se oponía a la ampliación del derecho al voto, que en ese momento estaba restringido a los hombres que fueran propietarios, es decir, al 5 por ciento de la población. Es más, desconfiaba de cualquier idea que se pudiera calificar de “democrática”.

Por tanto, las revoluciones son peligrosas, porque pueden cargarse algo que ya funciona. Sobre todo si es para dar espacio a ideas nuevas y sin probar, como (en su opinión) la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en 1789 por la Asamblea Nacional Francesa. Según Burke, esos supuestos derechos personales chocaban con la soberanía de las naciones y solo podían llevar a delirios de grandeza de aspirantes a tiranos.

Los derechos del hombre

El texto de Burke recibió respuestas largas e indignadas de autores como la pionera feminista Mary Wollstonecraft. Pero la más conocida (y más vendida en su momento) fue la del también británico Thomas Paine, nacido en 1737.

Paine había regresado hacía poco de Estados Unidos, donde había escrito su Sentido común (1776), una defensa de la independencia americana y de la igualdad entre los ciudadanos. Además, se opuso con firmeza a la esclavitud y criticó el robo de tierras y las masacres que estaban sufriendo los nativos.

Retrato de Thomas Paine, obra de Laurent Dabos (National Portrait Gallery).

En 1791 publicó Derechos del hombre, en respuesta al texto de Burke y en defensa de los derechos humanos que al parlamentario le parecían tan extravagantes. Para Paine, la función principal de los gobiernos, controlados por las constituciones, era precisamente la de proteger estos derechos que todos tenemos por haber nacido.

En cuanto a nuestros deberes con las generaciones pasadas, Paine defendía que cada generación debía ser libre para actuar por sí misma, igual que habían hecho las anteriores: "La vanidad y la presunción de gobernar desde la tumba es la más ridícula e insolente de las tiranías". De paso, aprovechó para criticar la monarquía: un gobernante hereditario era en su opinión una idea tan absurda como la de un médico o un matemático hereditario.

Este libro le valió una acusación de libelo sedicioso que le obligó a huir a Francia. Allí fue nombrado diputado de la Convención Nacional en 1792, donde se alió con los girondinos, más moderados que los jacobinos, y se opuso a la ejecución de Luis XVI. Llegó a escribir que "aquel que asegura su libertad debe proteger de la represión incluso a su enemigo; si falta a este deber, establece un precedente que le alcanzará a sí mismo". 

Obviamente, esto llevó a que fuera encarcelado por orden de Robespierre en 1793. Fue liberado en 1795, después de la ejecución del propio Robespierre, y siguió en Francia el tiempo justo para ver cómo Napoleón instauraba una dictadura como la que había previsto Burke. Volvió a Estados Unidos en 1802, donde murió tres años más tarde, decepcionado por la expansión de la esclavitud en el sur del país.

Los errores que no corregimos

Como decíamos, seguimos debatiendo en gran medida bajo el marco de Burke y Paine. Por un lado, el conservadurismo propone pensárselo muy bien antes de cualquier cambio y no despreciar lo que sigue funcionando solo porque nos parece anticuado. Pero a los conservadores también les cuesta ampliar derechos y cuestionar tradiciones e instituciones que han perdido su razón de ser. Si fuera por Burke, muchos seguiríamos sin votar (mis únicas tierras son tres macetas).

El progresismo está más abierto a ampliar y reconocer derechos. No es exagerado decir que Paine tenía razón en casi todo: la sociedad es mejor cuando disfrutamos de derechos como el de votar y libertades como la de expresarnos, además de que ahora nos parece una obviedad que debamos ser iguales ante la ley, con independencia de nuestro sexo, del color de nuestra piel o de nuestra religión. Paine incluso anticipó algunas de las ideas del estado del bienestar. Pero las revoluciones que partían con esos objetivos han causado guerras, purgas y dictaduras que no tienen nada que envidiar a los totalitarismos de derechas o a los absolutismos tradicionales.

Total, que quizás hay que resignarse a lo que escribía Chesterton cuando hablaba de la división entre conservadores y progresistas: “La ocupación de los progresistas consiste en seguir cometiendo errores. La ocupación de los conservadores consiste en impedir que los errores se corrijan”.

De momento y por si alguien se ha quedado con ganas de más, añado algunos de los libros que he consultado, aparte de los mencionados:


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Jaime Rubio Hancock

Es el editor de boletines de EL PAÍS y columnista en 'Anatomía de Twitter'. Antes pasó por Verne, donde escribió sobre redes sociales, filosofía y humor, entre otros temas. Estudió Periodismo en la UAB y Humanidades en la UOC. Es autor del ensayo '¿Está bien pegar a un nazi?' (Libros del KO).

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