domingo, 26 de octubre de 2025

El cerebro es en realidad una especie de filtro de una consciencia cósmica...

 

El neurocientífico que vivió una experiencia cercana a la muerte y ahora investiga el más allá: “No hay pruebas de que no exista”

Después de haber publicado más de 100 artículos en revistas científicas, Álex Gómez Marín ha vaciado su laboratorio en el que investigaba con animales y ahora colabora con hospitales para estudiar la conciencia humana

Álex Gómez-Marín ,investigador del CSIC, en el parque del Retiro
INMA FLORES


Álex Gómez Marín (Barcelona, 44 años) cree en la utilidad de la terapia de constelaciones familiares para superar traumas, en que es posible hablar con parientes muertos a través de un médium o en que hay indicios de que la reencarnación es una realidad. También es doctor en física y ha tenido una carrera científica exitosa, con más de 100 artículos publicados en revistas que van desde la física teórica a la neurobiología, pasando por la cognición y la consciencia humana. Eso le llevó a ser científico titular del CSIC y a dirigir su propio laboratorio, el de Comportamiento de Organismos en el Instituto de Neurociencias de Alicante. Ahora, su laboratorio está vacío y él es el único miembro del equipo; no recibe apenas financiación, y ninguna por las vías habituales.

Gómez Marín nunca tuvo suficiente con las respuestas que le daban los gusanos, las moscas o los ratones con los que trabajaba, ni con las preguntas estrechas y acotadas que suele reclamar la ciencia para obtener resultados fiables. Nunca fue materialista, al menos no del todo, pero una experiencia le hizo abandonar definitivamente ese enfoque científico. En 2021, un sangrado incontrolable en el estómago le llevó hasta el umbral de la muerte. Según el propio científico, más allá, incluso. Desde entonces, quiso transitar por un nuevo camino de conocimiento que atacase las preguntas fundamentales sobre la vida, la muerte y la consciencia que suelen quedar fuera del alcance de la ciencia convencional. 

“Estaba en un pozo (un pozo muy parecido a uno que conozco bien). Miré hacia arriba. Vi a tres figuras que me esperaban amorosamente en la luz, esta era amarilla (parecida a la de los animales mitológicos del encuentro interior). El contorno del rostro y cabello de cada una de esas figuras se delineaba a la perfección a contraluz. Sus cabezas configuraban un triángulo perfecto en el círculo de la apertura. Sabía quién era cada uno de ellos; no eran familiares difuntos, sino guías espirituales. No sentí miedo. Me ofrecían una especie de cañas para salir del pozo”. Así cuenta Gómez-Marín su experiencia cercana a la muerte que le cambió la vida en La ciencia del último umbral, un libro que acaba de publicar en el que cuestiona la estrechez de la ciencia que no acepta estos fenómenos como materia de estudio.

En una entrevista en la Casa de Fieras del parque de El Retiro, en Madrid, cuenta que ha cerrado sus investigaciones con animales y ahora trabaja con humanos. “Muchos de estos experimentos no se pueden hacer en laboratorio y colaboramos con hospitales, para poder hacer, por ejemplo, los estudios de testimonios de experiencias cercanas a la muerte”, explica. Ahora, cuenta, hace una investigación todo lo barata que puede, “porque en este país todavía es complicado tener financiación para estudiar la conciencia y, aún más, temas que están en los márgenes”. Y se consuela pensando que “muchas veces, el grueso de la financiación sirve para mantener a tus ratones o tener microscopios, y eso no lo necesitamos”.

Cuando se le plantea soñar, dice que “si tuviera mucho dinero crearía un Instituto para el Estudio de la Conciencia”, porque ahora los científicos interesados en estos temas están “escondidos en distintos institutos. La neurociencia en España tiene un legado de Cajal —muy centrada en anatomía, molecular, en lo minúsculo— y yo estoy en el otro extremo: la conciencia. Un instituto permitiría aglutinar no solo estudios sobre ECM (experiencias cercanas a la muerte) sino muchas otras experiencias marginales y variadas. Hay una historia de estudios parapsicológicos en España —gente que lo hizo bien en sus ratos libres—; si se profesionalizara, podríamos separar la paja del trigo”, plantea.

En su libro, Gómez Marín habla de las personas que creen en la vida más allá de la muerte o en los fenómenos paranormales como una minoría a la que él quiere ayudar a salir del armario. Sin embargo, la realidad es que una gran parte de la población cree en que la muerte no es el final. Él lo reconoce: “Sí, en realidad somos mayoría, pero una mayoría silenciosa que en el colegio o en los medios se encuentra con esta visión de la ciencia ortodoxa materialista. La gente, cuando va a buscar en la ciencia respuestas sobre estos temas, porque ya no los busca en la religión, se ha encontrado con una respuesta un poco despectiva: ¿cómo crees en esto? Y esa gente se ha sentido pequeñita”.

La premisa con la que trabaja Gómez Marín es que, a diferencia de lo que proponen las teorías neurocientíficas más aceptadas sobre la consciencia, como una propiedad emergente que surge del cerebro, donde los procesos neuronales generan nuestros pensamientos o nuestras emociones, este órgano es en realidad una especie de filtro de una conciencia que existe en el universo independientemente del cerebro. Esta hipótesis explicaría, según Gómez Marín, fenómenos como las experiencias cercanas a la muerte, que suceden cuando no hay actividad cerebral, o algunos experimentos con sustancias psicodélicas, en los que la conciencia se expande cuando la actividad cerebral se reduce.

El investigador barcelonés fue transformado por su viaje al umbral de la muerte, pero asegura que trabaja desde la duda. “Me doy cuenta de que, personalmente, tengo experiencia y un sentimiento que pesa, pero como científico debo mantener la duda metodológica. En mi libro hay partes donde digo “tiene buena pinta” o “hay evidencias que apuntan en esa dirección”, pero no afirmo certezas metafísicas. Algunas hipótesis son muy complicadas y no se desmontan con un solo experimento. No digo que la ciencia demuestre que cuando te mueras irás al cielo. Lo que digo es que durante mucho tiempo, en nombre de la ciencia, se ha dicho que creer en estas experiencias era una locura. Ha habido una especie de dictadura conceptual materialista que ha cerrado el espacio de investigación. Ahora me conformo con que sobre la mesa estén dos opciones: la del cerebro como productor de la conciencia y la del cerebro como permisivo”.

El interés por el más allá es eterno, pero quizá es más novedosa la necesidad de demostrar científicamente que es una realidad. Los éxitos de la ciencia materialista, desde la formulación de la ley de la gravedad a la creación de fármacos contra el cáncer, han convertido a la ciencia en una fuente de autoridad casi irrefutable. La gente ha tenido fe en todo tipo de misterios inverosímiles sin necesidad de comprobarlos, pero ahora también se busca que la ciencia avale lo que desde la experiencia subjetiva se siente como verdadero.

Manuel Sans Segarra, un cirujano catalán jubilado que se ha hecho famoso defendiendo la existencia de una supraconciencia que sobrevive a nuestra muerte, prologa el libro de Gómez Marín. Con su habitual batiburrillo de argumentos en los que recuerda experiencias cercanas a la muerte de sus pacientes, critica que la ciencia se considere el único medio para alcanzar el conocimiento y se apoya en teorías científicas cuánticas a años luz de tener comprobación empírica, Sans Segarra muestra una confianza en el resultado final de este viaje mucho mayor que el de Gómez Marín. Pese a que no existen pruebas de que la supraconciencia sea algo real, quien prologa su libro asegura que ya hay demostración científica.

Algo que está demostrado es que muchas de las personas que experimentan experiencias cercanas a la muerte vuelven transformadas. Menos miedo a la muerte, más conexión con otras personas o con la naturaleza, más esperanza. Además, como el propio Gómez-Marín comenta, la experiencia se vive como algo “hiperreal”, muy distinto de un sueño. Este beneficio es una de las motivaciones de quienes quieren demostrar con nueva ciencia que el fenómeno no es una alucinación y un factor que hace dudar sobre la capacidad de estos científicos para asumir, si es que un experimento así fuese posible, que cuando el cerebro se desintegra no pervive ningún tipo de consciencia. “La ciencia, durante mucho tiempo, ha dado desesperanza. En nombre de la ciencia se decía: ‘Cuando se muera tu abuelito, ya está, no le vas a volver a ver; esto es un hecho científico’. No, queridos, en nombre de la ciencia no se puede decir eso”, dice el investigador, que se lamenta: “Venimos de un desierto de desesperanza”.

En la conversación con Gómez Marín surge un conflicto habitual entre quienes se ciñen a la ciencia materialista y los que creen que hay algo más allá, ya sea el Dios de los cristianos o una supraconciencia ajena a la religión organizada. El científico señala, con razón, los escasos éxitos de la ciencia convencional, la que se ocupa solo de lo medible y trata a los humanos como máquinas complejas, para explicar la consciencia, e, incluso, el rechazo que, desde los tiempos de Galileo, esa ciencia tan exitosa ha tenido hacia la experiencia subjetiva de estar vivo. Sin embargo, ni los agujeros que dejan las teorías cosmológicas supone que tuvo que existir Dios para crearlo todo, ni las carencias de la neurociencia son una prueba de que las experiencias cercanas a la muerte sean una visita real al umbral entre la vida y la muerte.

Espiritismo y visitas a ‘Cuarto Milenio’

La necesidad de esperanza de Gómez Marín, y su aceptación de todo tipo de fenómenos paranormales, abre la puerta a prácticas como el espiritismo. Pese a que la capacidad de los médiums para comunicarse con los muertos ha sido descartada por todo tipo de experimentos, Gómez Marín cree que no hay que cerrarse a la posibilidad de que haya algún médium verdadero. “¿Y si sí?”, pregunta. “Y si hay gente que contacta con espíritus de verdad y una persona que necesita contactar con su familiar difunto, de hecho, contacta, ¿quiénes somos nosotros para decirle que no lo haga? También hay timadores entre los abogados o los periodistas”, remacha.

Gómez Marín alterna visitas a Cuarto Milenio, un programa que mezcla mensajes científicos probados con montajes burdos o teorías conspirativas descabelladas, con publicaciones sobre teoría de la consciencia en una revista de prestigio como Nature Neuroscience. Esta aparente inconsistencia no es distinta de la de grandes figuras que protagonizaron la revolución científica, como Newton o Kepler. El filósofo John Grey afirma que “la ciencia moderna empieza cuando primero vienen la observación y la experimentación, y los resultados se aceptan aunque aquello que muestran parezca imposible”. En su ensayo La comisión para la inmortalización, Grey escribe: “Por paradójico que resulte, el empirismo científico —confiar en la experiencia real y no en principios supuestamente racionales— con mucha frecuencia ha ido acompañado del interés por la magia”. Sin embargo, a falta de que se diseñen nuevos métodos para poner a prueba la naturaleza de la realidad, por ahora, la hipótesis de que el cerebro no produce la realidad, sino que la filtra, parece tan difícil de testar como la teoría de cuerdas.

Carl Sagan hizo célebre una frase que dice que afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias. La idea proviene del razonamiento del filósofo David Hume sobre los milagros, incluido en su Investigación sobre el entendimiento humano de 1748. En él, Hume argumentaba que “ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a menos que el testimonio sea de tal naturaleza que su falsedad fuese aún más milagrosa que el hecho que intenta establecer”. La afirmación del escéptico escocés deja mucho espacio a la subjetividad. Para la audiencia de Sagan, es probable que fuese evidente que las pruebas de los milagros o de la supervivencia de la consciencia no tuviesen nada de extraordinarias. Para un creyente, sin embargo, un pequeño resquicio es suficiente para agarrarse a la existencia de lo sobrenatural.

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Daniel Mediavilla es cofundador de Materia, la sección de Ciencia de EL PAÍS. Antes trabajó en ABC y en Público. Para descansar del periodismo, ha escrito discursos. Le interesa el poder de la ciencia y, cada vez más, sus límites.

viernes, 12 de septiembre de 2025

La tecnología ha sustituido a la alquimia y la magia medievales como fuentes taumatúrgicas de las utopías destructivas de los ricos y los poderosos.

Deseo de inmortalidad y descrédito de la democracia

Los ricos y poderosos quieren vivir para siempre, los pobres quieren llegar a vivir algún día


Nicolás Aznárez


A veces a uno le entran ganas de morirse. No por nada. No por inclinación depresiva al suicidio ni por desenganche de un mundo en harapos ni por disgusto de la luz del sol o de las aceitunas verdes. Ni siquiera por impotencia para cambiar las cosas. A veces a uno le entran ganas de morirse por pura rebeldía frente a los multimillonarios y ultrapoderosos que, mientras desgastan el suelo que pisamos, sueñan con su propia inmortalidad. Pienso en los libertarianos y transhumanistas de Silicon Valley, esos que conforman una parte de la corte de Donald Trump. Elon Musk es uno de ellos. Otro es Peter Thiel, plutócrata filósofo, fundador de Palantir, que declara “erigirse contra la ideología de la inevitabilidad de la muerte individual” y que ha dejado instrucciones para ser criogenizado, que se trata con hormonas del crecimiento y recurre a la parabiosis, una técnica regenerativa basada en la transfusión de sangre joven. O está el multimillonario Bryan Johnson, que gasta dos millones de euros al año en mágicos tratamientos palingenésicos, entre los cuales se incluye el intercambio de plasma sanguíneo con su hijo. O está la empresaria Elizabeth Parrish, que se inyecta sustancias para los telómeros solo probadas en ratones; o Kenneth Scott, potentado de avanzada edad, que recurre desesperadamente a toda clase de sustancias alquímicas, según narra en el documental Longevity Hackers. No es una cosa solo de yanquis. Hace unos días sorprendíamos una conversación en la que el chino Xi Jinping y el ruso Vladímir Putin, ensoberbecidos ante el despliegue del nuevo poder de Pekín, jugueteaban con la idea de “vivir 150 años” e incluso de alcanzar la “inmortalidad” gracias a trasplantes sucesivos y biotécnicas avanzadas. La tecnología ha sustituido a la alquimia y la magia medievales como fuentes taumatúrgicas de las utopías destructivas de los ricos y los poderosos. Gilles de Rais y Elizabeth Bathory, famosos asesinos en serie de los siglos XV y XVI, confiaban en la sangre de niño para saciar su hambre de oro y de eterna juventud; los dueños del mundo confían hoy en transfusiones y trasplantes para sus fantasías de poder sin límites.

Creo que hay una evidente relación entre los deseos de inmortalidad y el descrédito de la democracia, cuyo fundamento es justamente la asunción de los límites: poderes limitados, conflictos reglados, reconocimiento de la libertad del otro como matriz de la propia libertad. Esta idea de la inmortalidad, antes volcada en la Historia y la posteridad, hoy se deposita en la tecnología, verdadera ideología dominante de la época (que es siempre la de las clases dominantes, como bien sabía Marx). Los pobres quieren llegar a vivir algún día, los ricos quieren vivir para siempre. ¿Y las clases medias? El capitalismo nos prometió la inmortalidad y nos ha dado vejeces muy largas, a menudo trabajosas, minadas por el alzhéimer y la demencia y confinadas en cuartos oscuros, al margen de la sociedad. La inteligencia artificial nos ofrece ya, es verdad, la posibilidad de seguir hablando con nuestros muertos a través de aplicaciones que recogen la huella digital de los seres humanos y la vivifican, interactiva y coherente, tras el fallecimiento: podemos preguntarle a nuestra madre, por ejemplo, qué le ha parecido su propio funeral. Ahora bien, si es posible digitalizar a los muertos, no se puede, en cambio, digitalizar la vejez, que es el último refugio del cuerpo, residual ya como resistencia y como molestia. Es contra eso contra lo que se sublevan los ricos y poderosos que luchan de manera simultánea contra el tiempo y contra la democracia. No quieren una vejez eterna, como el pobre Titono, amante mortal de la diosa Eos, engañado por Zeus. Quieren comer, saltar, follar, gastar, mandar eternamente.

El último libro que ha escrito la gran Maruja Torres tiene un título hilarante y provocativo: Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo. A mí me pasa lo contrario: cuanta más gente quiere ser inmortal, más ganas tengo de morirme. Me acuerdo mucho últimamente de ese cuento tradicional chino en el que el viejo de la montaña salva tres veces de la ruina a Du a cambio de que se preste a servir a un plan secreto. No importa lo que vea, lo que oiga, lo que sienta, Du es conminado a guardar silencio y así lo hace hasta que, tras soportar mil torturas y suplicios, los demonios le infligen el peor castigo imaginable (dice el relato): lo matan y lo resucitan de nuevo, ahora en el cuerpo de una mujer. Es esta mujer la que finalmente hace fracasar la ambición del todopoderoso anciano, pues ocurre que Du, silenciosa, sí, durante años y años, acaba por sucumbir. Un día, en efecto, su marido le arranca el hijo que acuna entre los brazos y, para obligarla a hablar, lo arroja contra el suelo. El lastimero, horrorizado “ay” de la mujer rompe el hechizo, de manera que Du se encuentra de nuevo en la torre de la montaña, frente al viejo furibundo, quien le reprocha haber malogrado, en el último momento, la fórmula de la inmortalidad en la que llevaba trabajando tanto tiempo: “la alegría y el enfado, la tristeza, el miedo, el dolor, el odio, la concupiscencia, todo lo has superado; pero no has podido escapar a la fuerza del amor”.

Imagino que todas las generaciones, al menos desde la Revolución Francesa, han creído que en el curso de su vida se decidía el destino de la humanidad. Ahora bien, me parece que hoy tenemos razones fundadas para concebir nuestra época como una encrucijada civilizacional. No se trata de elegir qué modelo político queremos, como fue el caso, en el siglo XX, de la batalla ideológica entre socialismo y capitalismo. Hoy se trata de decidir qué humanidad queremos. Es la elección, digamos, entre la tierra y el aire, entre la política y la IA, entre el humanismo y el transhumanismo, entre el amor y la inmortalidad. La tierra, la política, el humanismo y el amor no han sido nunca soluciones: son sencillamente la condición chapucera, disputada también por los conservadores trumpistas, de una batalla por la perfectibilidad milimétrica de la vida humana. Los ricos y poderosos no se conforman ya con ostentar el poder en la sombra, limitando desde despachos opacos la soberanía popular cristalizada en las instituciones. Ahora tienen un proyecto de transformación radical del mundo (son oligarcas, legisladores e intelectuales) y poseen además los medios para llevarlo a cabo. La paradoja —o no— es que ese proyecto de inmortalidad individual fragiliza las condiciones de supervivencia colectivas, cuya existencia no puede darse ya por sentada. O no. La apuesta de los ricos por el aire es sin duda una fantasía, pero no una utopía. En la letra pequeña de los contratos de Starlink, empresa propiedad de Elon Musk, se especifica que los eventuales litigios legales se dirimirán, si se producen en la Tierra, con arreglo a las correspondientes legislaciones nacionales; si se producen en Marte o camino de Marte, “las partes reconocen a Marte como un planeta libre y acuerdan que ningún gobierno terrestre tiene autoridad o soberanía sobre las actividades marcianas”. De algún modo vivimos ya en Marte, o camino de Marte, donde ningún “gobierno terrestre” es capaz de poner límites a la libertad de los ricos y poderosos, cuyas acucias de inmortalidad se revelan inseparables de genocidios, invasiones imperiales y bombardeos aéreos; se revelan, es decir, como la muerte del derecho y la ética terrestres.

Reivindicamos una vida digna y razonablemente larga. Y reivindicamos una muerte antigua, pacífica y negociada, en la que quepan un poco de dolor y un poco de amor. Y una aceituna verde.

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Santiago Alba Rico es ensayista. Sus últimos libros son España (Lengua de trapo) y De la moral terrestre entre las nubes (Pepitas de calabaza).